lunes, 29 de febrero de 2016

La literatura y la escuela: Entre visillos, de Camen Martín Gaite

Carmen Martín Gaite ganó el premio Eugenio Nadal en 1957 con su novela Entre visillos, que presenta –con autenticidad impresionante- la vida de las muchachas en una ciudad de provincias. Con sus paseos, sus noviazgos, sus tardes en el Casino, y las horas en el Instituto.  

Así era la España en aquel instituto femenino de la inmediata postguerra:

QUINCE

Vino el frío. Ni en parís, ni en Berlín, ni en Italia había pasado yo un noviembre tan duro. Era un frío excitante, que gustaba, y el cielo estaba casi siempre azul. Lo peor era dar las clases en el Instituto en un aula grande de baldosín, con orientación Norte, donde las alumnas apenas llenaban los dos primeros bancos. La calefacción no la encendían por falta de presupuesto, y siempre estaban esperando que vinieran unos papeles aprobados de no sé qué ministerio para saber si podían comprar el carbón. En las otras alas del edificio, que pertenecían a los jesuitas, tenían una calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de calor. Muchas alumnas, en las horas libres, cuando no lucía el sol, salían a estudiar sus lecciones sentadas en los escalones de mármol ennegrecidos. Un día, cuando yo iba a salir para marcharme, me tropecé con un grupo de ellas que se metían a toda prisa en el pasillo, dándose empujones, y riéndose por lo bajo. No entendí su agitación. Luego, en el primer rellano, me tuve que apartar a un lado. Bajaba una oleada de sotanas negras y apresuradas de los pisos superiores: novicios o seminaristas en filas de a tres, mirando para el suelo. Me iban rozando sin levantar los ojos. Allí mismo, antes de salir a la calle, había una puerta pequeña que el primero abrió con una llave que traía, y entraron todos por el hueco ordenadamente, agachando un poco la cabeza al pisar el umbral. Se veían árboles al otro lado.
Don Salvador Mata me explicó, al otro día, que la parte que ocupaba ahora el Instituto no era más que un ala muy reducida de los grandes pabellones que estaban a continuación, propiedad todo de los jesuitas.

-Todo eso de ahí, ¿no lo ve usted?

Estábamos de pie junto a la ventana de la sala de visitas, y se veía un jardín muy hermoso, con campo de fútbol. Al fondo y a l izquierda unas altas edificaciones de piedra con ventanales. Don Salvador extendió la mano, abarcándolas, y me señaló la parte que ocupaba el Instituto al principio, recién instalado, mucho más amplia y con acceso por la entrada principal., pero luego la Orden había necesitado más espacio y se iban adueñando cada año de lo que habían cedido al Instituto, como si lo reconquistaran.
-Nos terminaron aislando en este rincón de acá, ¿verdad usted?; bueno, llevábamos dos cursos así. Pues ya el año pasado por el verano desalojaron el tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos encontramos con ese piso de menos, que lo habían habilitado para ellos, con derecho de escalera.
Yo le dije que aquello del derecho preferente de escalera no lo entendía, y es que por lo visto, los que habían venido a alojarse en esta parte, cuando iban a utilizar la escalera para bajar al recreo, si era la hora de clases femeninas, tocaban entonces una especie de gong muy sonoro para poner n aviso a las alumnas y evitar así probables encuentros turbadores para los seminaristas. Las chicas, cuando lo oían, se abstenían de salir a la escalera. Me dijo también que ya estaban construyendo desde hacía dos años un nuevo Instituto, pero que las obras marchaban con mucha lentitud.
Todo aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del edificio. Nos sentábamos en el terraplén de las vías, y les iba explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y de viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato, recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas les buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas. No se acababan de acostumbrar a la cordialidad que yo les brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase no le había seguido nunca nadie en el Instituto.
-¿Creen ustedes que no es buen método?

Se encogieron de hombros, y otra vez la media risa. No me miraba ninguna.

-¿Saben más alemán o menos que antes de empezar conmigo?

Cogí por el brazo a la que estaba más cerca.

-¿Eh? ¿le gusta o no le gusta esto del paseo? Lo podemos dejar.

-No. Lo que usted diga –dijo con los ojos para abajo.

Y las otras no podían aguantar la risa.

Un día fuimos más lejos, hasta el río. Eran las de séptimo, que después de mi clase no tenían ninguna y así no existía la urgencia de volver. De las quince alumnas matriculadas solamente venían tres, las tres únicas que sabían un poco. Una de ellas, que se llamaba Alicia, me estuvo contando que las otras las llamaban pelotilleras por no faltar nunca a mis paseos.

-Dicen que queremos aprobar.

-¿Aprobar? Pero si ya he dicho el primer día que voy a aprobar a todas.

-No se lo creen.

-¿Ustedes tampoco?

-Nosotras, sí.
Otra de las que venía, Natalia Ruiz Guilarte, era, según me contó don Salvador Mata, una de las pocas chicas de buena familia que estudiaban en el Instituto, hija de un negociante adinerado: una lumbrera para los estudios, la matrícula de honor oficial. Esto de que estudiaba mucho ya me lo había contado también una amiga suya que conocí en una reunión de las de Yoni. Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla.

-¿Pero mezcla, de qué? –le pregunté a don Salvador.

-Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado. No es de buen tono estudiar aquí.

Pongámonos en situación y recordemos cómo era la educación en aquellas época, para aquellas muchachas de Séptimo de Bachillerato:
El 9 de agosto de 1939 es nombrado ministro de Educación Nacional José Ibáñez Martín. El objetivo de su ministerio fue el de la recristianización de la juventud. Para ello, la puesta en marcha de la Ley de Enseñanza Media y Profesional de 16 de julio de 1949. El Bachillerato elemental daba paso a las enseñanzas profesionales modernas. El Bachillerato Superior era un sistema progresivo de selección hacia la Universidad.
Se trataba de romper con la tradición cultural europea liberal. Y en esta tarea tenían un papel muy importante los libros de textos, que debían ser dictaminados, y que por suerte no eran todos iguales. Por un lado estaban los de la editorial Edelvives y los que bajo la pluma del Director General de Educación José Rogelio Sánchez (que llevaban mención de honor) eran bastante más conservadores, por ortodoxos, tradicionalistas y reaccionarios.
Los que escribieron Guillermo Díaz-Plaja, José Manuel Blecua o Gonzalo Menéndez Pidal tenían algunas licencias, fruto de la educación institucionalista recibida por sus autores.
Pero la impronta de la nueva educación también la marcaban las revistas como Atenas, Razón y fe, Albor y Revista Nacional de Educación, que apareció de la mano de Falange. En ellas encontramos una mezcla de didáctica, moral y espíritu patriótico.
La realidad era que los curas que daban clase a Carlos Barral, como él mismo nos recuerda en Años de penitencia, desdeñaban las humanidades, excepto la religión y el latín, utilizaban métodos abominables, los textos escolares eran inmundos y el plan de estudios medieval.
Fernando Arrabal, en Cuadernos para el Diálogo, decía que para los suyos, Voltaire era un monstruo satánico que soñó con destruir la iglesia. No había que leer, todo se aprendía de memoria.
En aquel momento la definición de cultura más habitual era que “cultura era todo lo que se debía saber después de haber olvidado lo que se aprendió”. Un poso.
Así, el nuevo gusto, decía que más que ser claros, naturales y originales, se requería que el autor escribiera con una bella forma y nos deleite con sus frases y sus imágenes bien escogidas. ¿Qué era la belleza?: “el reflejo de Dios en las criaturas; luz y resplandor de la verdad”.
En 1950 se dictan las normas morales para periodistas a la hora de juzgar una obra, que consistían básicamente en seguir los pasos del Apóstol de las gentes: Omnia ad aedificationem fiant (todo sea para la edificación). Las normas eran claras:
  • Prohibido leer obras no cristianas,
  • Señalar dónde está el veneno y el peligro para la moral,
  • No se elogiarán obras inmorales o heterodoxas.
  • No atender a todo lo que sea ateo, masón, rojo, comunista, tibio, escéptico, pesimista.
El P. Garmendía en El Mensajero del Corazón de Jesús las Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y la moral. Es un largo listado de nombres enjuiciados desde el punto de vista moral.
Así, en el Séptimo Curso de Bachillerato, el que estudian los personajes que hemos conocido de Entre visillos, se lee desde el siglo XVIII a Gabriel Miró y “alguna manifestación interesante de la literatura actual”. Los alumnos están obligados a hacer tres trabajos de lectura de tres obras de tres listas. La tercera lista contiene poesías de Rubén Darío, algo de teatro o novela. También está el Humo dormido de Gabriel Miró. O Los intereses creados de Jacinto Benavente. O Defensa de la hispanidad de Ramiro de Maeztu.
Pero nada de Clarín, nada de Unamuno, nada de Baroja, nada de Machado, nada de Juan Ramón Jiménez, nada de Ortega, nada del 27, nada de Pérez de Ayala. Recomiendan la evitación de lecturas de autores no recomendables.
Todo consistía en memorizar unas largas listas de autores y fechas siempre con los mismos epítetos: Lope de Vega era el fénix de los ingenios o el monstruo de la naturaleza; San Juan de la Cruz era el doctor extático; la Santa doctora era Teresa de Jesús; el Príncipe de los ingenios era Miguel de Cervantes. Góngora era el claro cisne del Betis y también el monstruo de todo.
Pero había que seleccionar muy bien las lecturas pues los libros son “los más grandes bienhechores y los más grandes malhechores de la Humanidad”. Ante un crimen, no sólo hay que buscar a una mujer; también un libro.
La novela es un género peligroso para los jóvenes. Así el P. Ladrón de Guevara señala a Eça de Queiroz, a Valle Inclán, a D´Anunzzio como los novelistas llenos de impiedad, inmoralidad, deshonestidad, más asquerosos y desvergonzados entre los que aparecen en sus Novelistas malos y buenos.
Si la novela es peligrosa, la novela moderna lo es más. Desde luego no la rusa, cuyos personajes son locos o borrachos, ni la alemana, ni la francesa. Sólo se salva la inglesa, pero no Lawrence, ni Joyce, sino sólo la victoriana, que es apacible, del home, la evasión a un mundo feliz, lejos de la realidad española de los años 40 o 50. 
           
                                                                                         César Nogales Herrera
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario