Carmen Martín Gaite
ganó el premio
Eugenio Nadal en 1957
con su novela Entre
visillos, que
presenta –con autenticidad impresionante- la vida de las muchachas
en una ciudad de provincias. Con sus paseos, sus noviazgos, sus
tardes en el Casino, y las horas en el Instituto.
Así era la España en aquel instituto femenino de la inmediata postguerra:
Así era la España en aquel instituto femenino de la inmediata postguerra:
QUINCE
Vino el frío. Ni en parís,
ni en Berlín, ni en Italia había pasado yo un noviembre tan
duro. Era un frío excitante, que gustaba, y el cielo estaba casi
siempre azul. Lo peor era dar las clases en el Instituto en un
aula grande de baldosín, con orientación Norte, donde las
alumnas apenas llenaban los dos primeros bancos. La calefacción
no la encendían por falta de presupuesto, y siempre estaban
esperando que vinieran unos papeles aprobados de no sé qué
ministerio para saber si podían comprar el carbón. En las otras
alas del edificio, que pertenecían a los jesuitas, tenían una
calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que
era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de
calor. Muchas alumnas, en las horas libres, cuando no lucía el
sol, salían a estudiar sus lecciones sentadas en los escalones de
mármol ennegrecidos. Un día, cuando yo iba a salir para
marcharme, me tropecé con un grupo de ellas que se metían a toda
prisa en el pasillo, dándose empujones, y riéndose por lo bajo.
No entendí su agitación. Luego, en el primer rellano, me tuve
que apartar a un lado. Bajaba una oleada de sotanas negras y
apresuradas de los pisos superiores: novicios o seminaristas en
filas de a tres, mirando para el suelo. Me iban rozando sin
levantar los ojos. Allí mismo, antes de salir a la calle, había
una puerta pequeña que el primero abrió con una llave que traía,
y entraron todos por el hueco ordenadamente, agachando un poco la
cabeza al pisar el umbral. Se veían árboles al otro lado.
Don Salvador Mata me
explicó, al otro día, que la parte que ocupaba ahora el
Instituto no era más que un ala muy reducida de los grandes
pabellones que estaban a continuación, propiedad todo de los
jesuitas.
-Todo eso de ahí, ¿no lo
ve usted?
Estábamos de pie junto a la
ventana de la sala de visitas, y se veía un jardín muy hermoso,
con campo de fútbol. Al fondo y a l izquierda unas altas
edificaciones de piedra con ventanales. Don Salvador extendió la
mano, abarcándolas, y me señaló la parte que ocupaba el
Instituto al principio, recién instalado, mucho más amplia y con
acceso por la entrada principal., pero luego la Orden había
necesitado más espacio y se iban adueñando cada año de lo que
habían cedido al Instituto, como si lo reconquistaran.
-Nos terminaron aislando en
este rincón de acá, ¿verdad usted?; bueno, llevábamos dos
cursos así. Pues ya el año pasado por el verano desalojaron el
tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos
encontramos con ese piso de menos, que lo habían habilitado para
ellos, con derecho de escalera.
Yo le dije que aquello del
derecho preferente de escalera no lo entendía, y es que por lo
visto, los que habían venido a alojarse en esta parte, cuando
iban a utilizar la escalera para bajar al recreo, si era la hora
de clases femeninas, tocaban entonces una especie de gong muy
sonoro para poner n aviso a las alumnas y evitar así probables
encuentros turbadores para los seminaristas. Las chicas, cuando lo
oían, se abstenían de salir a la escalera. Me dijo también que
ya estaban construyendo desde hacía dos años un nuevo Instituto,
pero que las obras marchaban con mucha lentitud.
Todo aquel edificio me
recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las
alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los
pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol
los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos
bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me
fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros
atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo,
calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas
tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del
edificio. Nos sentábamos en el terraplén de las vías, y les iba
explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y
de viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el
ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la
charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato,
recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había
borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al
horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas les
buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas.
No se acababan de acostumbrar a la cordialidad que yo les
brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase
no le había seguido nunca nadie en el Instituto.
-¿Creen ustedes que no es
buen método?
Se encogieron de hombros, y
otra vez la media risa. No me miraba ninguna.
-¿Saben más alemán o
menos que antes de empezar conmigo?
Cogí por el brazo a la que
estaba más cerca.
-¿Eh? ¿le gusta o no le
gusta esto del paseo? Lo podemos dejar.
-No. Lo que usted diga –dijo
con los ojos para abajo.
Y las otras no podían
aguantar la risa.
Un día fuimos más lejos,
hasta el río. Eran las de séptimo, que después de mi clase no
tenían ninguna y así no existía la urgencia de volver. De las
quince alumnas matriculadas solamente venían tres, las tres
únicas que sabían un poco. Una de ellas, que se llamaba Alicia,
me estuvo contando que las otras las llamaban pelotilleras por no
faltar nunca a mis paseos.
-Dicen que queremos aprobar.
-¿Aprobar? Pero si ya he
dicho el primer día que voy a aprobar a todas.
-No se lo creen.
-¿Ustedes tampoco?
-Nosotras, sí.
Otra de las que venía,
Natalia Ruiz Guilarte, era, según me contó don Salvador Mata,
una de las pocas chicas de buena familia que estudiaban en el
Instituto, hija de un negociante adinerado: una lumbrera para los
estudios, la matrícula de honor oficial. Esto de que estudiaba
mucho ya me lo había contado también una amiga suya que conocí
en una reunión de las de Yoni. Por lo visto, las chicas de
familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato,
era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más
religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla.
-¿Pero mezcla, de qué? –le
pregunté a don Salvador.
-Mezcla
de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que
en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá
notado. No es de buen tono estudiar aquí.
|
Pongámonos en situación y
recordemos cómo era la educación en aquellas época, para aquellas
muchachas de Séptimo de Bachillerato:
El 9 de agosto de 1939 es
nombrado ministro de Educación Nacional José
Ibáñez Martín. El
objetivo de su ministerio fue el de la recristianización de la
juventud. Para ello, la puesta en marcha de la Ley
de Enseñanza Media y Profesional
de 16 de julio de 1949. El Bachillerato elemental daba paso a las
enseñanzas profesionales modernas. El Bachillerato Superior era un
sistema progresivo de selección hacia la Universidad.
Se trataba de romper con la
tradición cultural europea liberal. Y en esta tarea tenían un papel
muy importante los libros de textos, que debían ser dictaminados, y
que por suerte no eran todos iguales. Por un lado estaban los de la
editorial Edelvives
y los que bajo la pluma del Director General de Educación José
Rogelio Sánchez (que
llevaban mención de
honor) eran bastante
más conservadores, por ortodoxos, tradicionalistas y reaccionarios.
Los que escribieron Guillermo
Díaz-Plaja, José
Manuel Blecua o
Gonzalo Menéndez
Pidal tenían algunas
licencias, fruto de la educación institucionalista recibida por sus
autores.
Pero la impronta de la nueva
educación también la marcaban las revistas como Atenas,
Razón y fe,
Albor
y Revista Nacional de
Educación, que
apareció de la mano de Falange. En ellas encontramos una mezcla de
didáctica, moral y espíritu patriótico.
La realidad era que los curas
que daban clase a Carlos
Barral, como él
mismo nos recuerda en Años
de penitencia,
desdeñaban las humanidades, excepto la religión y el latín,
utilizaban métodos abominables, los textos escolares eran inmundos y
el plan de estudios medieval.
Fernando Arrabal,
en Cuadernos para
el Diálogo,
decía que para los suyos, Voltaire
era un monstruo satánico que soñó con destruir la iglesia. No
había que leer, todo se aprendía de memoria.
En aquel momento la definición
de cultura más habitual era que “cultura era todo lo que se debía
saber después de haber olvidado lo que se aprendió”. Un poso.
Así, el nuevo gusto, decía que
más que ser claros, naturales y originales, se requería que el
autor escribiera con una bella forma y nos deleite con sus frases y
sus imágenes bien escogidas. ¿Qué era la belleza?: “el reflejo
de Dios en las criaturas; luz y resplandor de la verdad”.
En 1950 se dictan las normas
morales para periodistas a la hora de juzgar una obra, que consistían
básicamente en seguir los pasos del Apóstol de las gentes: Omnia
ad aedificationem fiant
(todo sea para la edificación). Las normas eran claras:
- Prohibido leer obras no cristianas,
- Señalar dónde está el veneno y el peligro para la moral,
- No se elogiarán obras inmorales o heterodoxas.
- No atender a todo lo que sea ateo, masón, rojo, comunista, tibio, escéptico, pesimista.
El P.
Garmendía en El
Mensajero del Corazón de Jesús
las Lecturas buenas
y malas a la luz del dogma y la moral.
Es un largo listado de nombres enjuiciados desde el punto de vista
moral.
Así, en el Séptimo
Curso de Bachillerato,
el que estudian los personajes que hemos conocido de Entre
visillos, se lee
desde el siglo XVIII a Gabriel Miró y “alguna manifestación
interesante de la literatura actual”. Los alumnos están obligados
a hacer tres trabajos de lectura de tres obras de tres listas. La
tercera lista contiene poesías de Rubén
Darío, algo de
teatro o novela. También está el Humo
dormido de
Gabriel Miró.
O Los intereses
creados de
Jacinto Benavente.
O Defensa de la
hispanidad de
Ramiro de Maeztu.
Pero nada de Clarín,
nada de Unamuno,
nada de Baroja,
nada de Machado,
nada de Juan Ramón
Jiménez, nada de
Ortega,
nada del 27,
nada de Pérez de
Ayala. Recomiendan la
evitación de lecturas de autores no recomendables.
Todo consistía en memorizar
unas largas listas de autores y fechas siempre con los mismos
epítetos: Lope de
Vega era el fénix
de los ingenios o el
monstruo de la
naturaleza; San
Juan de la Cruz era
el doctor extático;
la Santa doctora
era Teresa de Jesús;
el Príncipe de los
ingenios era Miguel
de Cervantes. Góngora
era el claro cisne del
Betis y también el
monstruo de todo.
Pero había que seleccionar muy
bien las lecturas pues los libros son “los más grandes
bienhechores y los más grandes malhechores de la Humanidad”. Ante
un crimen, no sólo hay que buscar a una mujer; también un libro.
La novela es un género
peligroso para los jóvenes. Así el P.
Ladrón de Guevara
señala a Eça de
Queiroz, a Valle
Inclán, a D´Anunzzio
como los novelistas llenos de impiedad, inmoralidad, deshonestidad,
más asquerosos y desvergonzados entre los que aparecen en sus
Novelistas malos y
buenos.
Si la novela es peligrosa, la
novela moderna lo es más. Desde luego no la rusa, cuyos personajes
son locos o borrachos, ni la alemana, ni la francesa. Sólo se salva
la inglesa, pero no Lawrence,
ni Joyce,
sino sólo la victoriana, que es apacible, del home, la evasión a un
mundo feliz, lejos de la realidad española de los años 40 o 50.
César Nogales Herrera
No hay comentarios:
Publicar un comentario