AQUELLA NOCHE, por María del Carmen Martín Castellano
Esa tarde, me apresuré en volver antes a casa. La telefoneé para saber si se retrasaría. Al confirmármelo, froté con satisfacción las palmas de mis manos. Contaría con tiempo suficiente para prepararlo.
Decidí, al descorrer la cortina de la ventana que muestra la angosta calle del viejo barrio de la ciudad, que era el momento idóneo de revisarlo todo antes de que ella llegara. Era ya tarde. El reloj casi marcaba las doce. Nadie transitaba próximo a la casa. La oscuridad invadía el ambiente. La luna, en su fase menguante, rodeada de nubes transeúntes, serían mis cómplices.
Según estaba previsto, llegó a medianoche. Recorrió la estrecha y lúgubre callejuela tan veloz como mis ojos fueron capaces de distinguirla. Rápido, mirando cada rincón, escudriñando sus posibles peligros, alcanzó la verja, ignorante de que el peligro lo hallaría en su seguridad. Maullaban los gatos. Uno negro casi le hace caer. Subió, temblorosa, cada peldaño de la escalera. Una vez abierta la puerta, el tremendo portazo de otra la hizo estremecer. Ya cerrada, con todos sus cerrojos, -tenemos tres-, echada la llave, enganchada la cadena, inspiró y expiró profundamente de tranquilidad. En la sala contigua, yo lo hice excitadamente de placer. Pronunció mi nombre. Sabía que no había nadie más, los demás tenían el día de descanso. Esperé a que lo repitiera en varias ocasiones y, así, aumentar el nivel de su adrenalina. Al rato, contesté entrecortadamente para que su imaginación se desbordara. Cuando conseguí lo que pretendía, le dije que no me ocurría nada. Antes de irse a la cama, quiso cenar algo ligero. Se dirigió a la cocina. Intencionadamente, desaflojé el fluorescente. La luz parpadeaba. Una viscosa mancha carmesí llamó, con espanto, su atención. Soltó tal alarido que de haber vecinos en las casas colindantes todos hubiesen acudido. Con cierto retraso, simulé estar en el baño, fui en su ayuda. Al comprobar que era de tomate, me increpó con una afinada sarta de insultos. No sabía yo que era tan diestra en el uso de palabras despectivas. Fingí enfadarme. Le tocó limpiar la sangre de ficción. Puse, a propósito, el periódico local en la página de sucesos. Hoy, lamentablemente, había sido un día trágico para muchos. Ella, al leerlo, sintió escalofríos. El que la calefacción estuviera apagada, ayudó. Me encargué de ello para dar un aspecto más helado a la situación. Todo lo fui hilvanando al detalle para mi fin: el inoportuno gato, la corriente que ocasionó el portazo, la olvidadiza mancha...
El momento culmen se acercaba, yo lo acariciaba. Fue a su dormitorio, hacía mucho tiempo que ya no compartíamos habitación. Mientras se desvestía, todo comenzó a transcurrir lento, monótono, plomizo. Ahora era mi corazón el que se agitaba, angustiaba. No lograba tranquilizarme. Los nervios se apoderaban de mí. Intenté calmarlos, pero no los controlaba.
¡Quería estar expectante! Los últimos preparativos recorrieron fugazmente mis pensamientos. Entonces, me asaltó una duda: ¿estaría el arma en el cajón de su mesilla? o ¿lo habría olvidado con semejante trajín? No podía fallar. Tenía que acontecer aquella noche. Llevaba numerosos días abrazando ese hecho. Apoyada en el quicio de la puerta, suspiré aliviada. Mi hermana había encontrado mi último relato de terror en su mesita de noche. Una inquieta línea curva en sus labios, me invitó a pasar. Con una sonrisa pícara, acepté. Aquella, aquella noche, le conté una historia más de esas que le hacen abrazarse a su almohada, taparse hasta las cejas, suplicarme: ¡por favor, hasta mañana!
Enhorabuena, Mª Carmen.
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