Queremos abrir, ahora que ya está bien avanzado el curso escolar,
una serie dedicada a la literatura y la escuela. Queremos
contar cómo vieron los autores (poetas, novelistas, dramaturgos) las
escuelas en las que ellos estudiaron, las escuelas en la que vivieron
sus personajes.
Sin duda para muchos profesores una de las primeras lecturas que
hicimos al llegar a los institutos de bachillerato, y también a las
Escuelas de Maestría Industrial, fue aquella novela de Miguel
Delibes que se llamaba El camino, que el autor
vallisoletano publicaba en 1950. Su personaje principal era Daniel,
el Mochuelo.
¿Habéis pasado una noche despiertos pensando en lo que mañana
comienza? Este era el sentir del personaje antes de salir de su
pueblo para ir a estudiar a la ciudad:
Las cosas podían haber
sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.
Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba
el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una
realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre
aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que
honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba…
Su padre entendía que esto
era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El
que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la
larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario,
estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba,
durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y
les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa
los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las
palabras que don José, el cura, que era un gran santo,
pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse
a la ciudad a iniciar el Bachillerato constituía, sin duda, la
base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo,
le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía
saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía
para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas.
Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente
desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de
Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después,
los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años,
por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento
exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora
contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el
tiempo –pensaba el Mochuelo– y, a fin de cuentas, habrá
quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a
distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón.
La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era
trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
Daniel,
el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro
de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era
esta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama.
Pero esta noche tenía muchas cosas en que pensar. Mañana, tal
vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto,
tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta
las Navidades. Tres meses encerrado en un colegio.
A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera el padre. |
Y termina:
Don
José, el cura, que era un gran santo, le dio buenos consejos y le
deseó los mayores éxitos. A la legua se advertía que don José
tenía pena por perderle. Y Daniel, el Mochuelo, recordó su
sermón del día de la Virgen. Don José, el cura, dijo entonces
que cada cual tenía un camino marcado en la vida y que se podía
renegar de ese camino por ambición y sensualidad y que un mendigo
podía ser más rico que un millonario en su palacio, cargado de
mármoles y criados.
Al
recordar esto, Daniel, el Mochuelo, pensó que él renegaba de su
camino por la ambición de su padre.[…]
Y
se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a
llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a
vestirse le invadió una sensación muy vivida y clara de que
tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y
lloró, al fin.
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César Nogales Herrera
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