miércoles, 8 de enero de 2014

EL ARTÍCULO DEL MES DE ENERO

"La disciplina de la imaginación", Antonio Muñoz Molina
(publicado en El País, el 29 de septiembre de 1998)
Con alguna frecuencia voy a dar conferencias a institutos, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble verdad. Primero, que en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor: el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios. Segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como el contraste entre el dispendio ilimitado de las ceremonias culturales organizadas por ayuntamientos, diputaciones y comunidades, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros públicos de enseñanza. Este es un país donde, al tiempo que vienen las mejores orquestas del mundo, muchos conservatorios se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las Administraciones gastan en televisiones consagradas a emitir basura comercial e ideológica el mismo dinero que escatiman en bibliotecas o plazas de profesores.
Aunque lo parezca, todo lo anterior no es en absoluto ajeno a la literatura, (...). Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil, apartada de la vida y que solo interesa a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan, quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también el público que jamás se interesa por ella. Si la literatura es superflua, si no es útil para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón para sentirnos impostores.
Cuando yo estudiaba sexto de bachillerato, hace casi treinta años, la clase de literatura consistía en una ceremonia tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada subía cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con desgana y nos dictaba una retahíla de fechas de nacimientos y de muertes, títulos de obras y características que tenías que conocer al piede la letra si no querías suspender. Afortunadamente para mí, yo ya era un adicto irremediable a la literatura: pero la mayoría de mis compañeros la habrán considerado para siempre ajena y odiosa. (...) la educación literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de alejar a los adolescentes de los libros.
A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Solo amaremos los libros si nos damos cuenta de que son útiles y pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar ni para demostrar que se está al día. Un libro verdadero -también los hay impostores- es algo tan necesario como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad.
Un amigo mío que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. A medida que crecemos y se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo, peligroso e inútil. No porque sea un proceso natural, sino porque hay una determinada presión social para que no nos convirtamos en individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. (...)
La tarea del que se dedica a introducir a los niños y los jóvenes en el reino de los libros es enseñarles que estos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decía ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar.
La literatura no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensaciones, experiencias y de vidas. Gracias a los libros, nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte. Es una ventana y también es un espejo. Es necesaria, aunque algunos la consideren un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Pero que resulte necesaria no quiere decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde desde hace años la superstición irresponsable de que el empeño, la tenacidad, la disciplina y la memoria no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se ha convertido en una categoría sagrada. Del aula como lugar de suplicio se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería, lo cual es una actitud igual de estéril, aunque mucho más engañosa, porque tiene la etiqueta de la renovación pedagógica.
Todos sabemos, aunque a veces se nos olvide, que las cosas que nos salen sin esfuerzo han requerido un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han templado mientras aprendíamos. Los mayores logros del arte, la música, la literatura o el deporte tienen en común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que corre cien metros en menos de diez segundos ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura, como ese aficionado que se la sabe de memoria, han pasado horas innumerables consagrados al estudio, negándose al desaliento y a la facilidad.
Se nos educa —cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente— para disciplinarnos en nuestros deberes, pero no en nuestros placeres y en nuestras mejores aptitudes. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices. Aprender a escribir libros es una tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie y al que se llega después de mucho tiempo de dedicación disciplinada y entusiasta. Esos genios de la novela que andan a todas horas por los bares son genios de la botella más que de la literatura. Y aprender a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y paciencia, y también de humildad. Pero ya decía Lezama Lima que sólo lo difícil es estimulante.
La literatura no está sólo en los libros, y menos aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Está en la habitación cerrada en la que alguien escribe a altas horas de la noche o en el dormitorio en el que un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es el aula en donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia de que el mundo es más grande y más valioso que todo lo que puede sugerirle la imaginación.
La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: también sirve para que nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica. No la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.


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