Cuando
Blimunda despierta, tiende la mano hacia el fardel donde suele guardar los
mendrugos, colgado de la cabecera, y sólo encuentra el lugar. Tantea el suelo,
el jergón, mete las manos bajo la almohada, y oye entonces decir a Baltasar, No
busques más, no lo vas a encontrar, y ella, cubriéndose los ojos con los puños
cerrados, implora, Dame el pan, Baltasar, dame el pan, por el alma de quien la
tienes, Primero has de decirme qué secretos son éstos, No puedo, gritó ella, y
bruscamente intentó rodar hacia afuera del jergón, pero Sietesoles le echó el
brazo sano, la cogió por la cintura, ella se debatió brava, luego le pasó la
pierna derecha por encima y así liberada la mano, quiso apartarle los puños de
los ojos, pero ella volvió a gritar, despavorida, No me hagas eso, y fue tal el
grito que Baltasar la dejó, asustado, casi arrepentido de su violencia, No te
quiero hacer mal, sólo quería saber qué misterios son, Dame el pan y te lo digo
todo, Lo juras, De qué sirven juramentos si no bastan el sí o el no, Ahí lo
tienes, come, y Baltasar sacó el talego de dentro de la alforja que le servía
de almohada.
Cubriéndose
el rostro con el antebrazo, Blimunda comió al fin el pan. Masticaba lentamente.
Cuando acabó, dio un gran suspiro y abrió los ojos. La luz cenicienta del
cuarto amaneció azul por aquel lado, así pensaría Baltasar si hubiera aprendido
a pensar cosas de éstas, pero mejor que pensar finuras que bien podrían servir
en las antecámaras de la corte o en locutorios de monjas, fue sentir el calor
de su propia sangre cuando Blimunda se volvió hacia él, los ojos ahora oscuros,
y, de repente, una luz verde pasando, qué importaban ahora los secretos, mejor
sería volver a aprender lo que ya sabía, el cuerpo de Blimunda, quedará para
otra vez, porque, esta mujer, si ha prometido, cumplirá, y dice, Te acuerdas de
la primera vez que dormiste conmigo, dijiste que te miré por dentro, Me
acuerdo, No sabías lo que estabas diciendo, ni supiste lo que oías cuando te
dije que nunca te miraría por dentro. Baltasar no tuvo tiempo de responder,
buscaba aún el sentido de las palabras, y otras ya se oían en el cuarto,
increíbles, Yo puedo ver dentro de las personas.
José Saramago, Memorial del convento.
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