Se deslizaban velozmente por su mundo.
La comunicación entre ellos era mínima y basada en las
miradas y en el leve aleteo de sus cuerpos (comunicación no verbal dicen
ahora).
Decían que tras ingerir un alimento sobrevenido
desaparecías para llegar al nirvana.
En ese mundo todo giraba con respecto a ese deseo:
¡Alcanzarlo…!
Era el summum de la vida que solo consiguen los elegidos.
Y ellos meditaban deslizándose fugazmente.
-
¿Me tocará a mí algún día…?
-
¿Seré yo el elegido alguna vez…?
Era todo un profundo anhelo...
Aquello significaba cambiar este mundo por otro mucho más profundo y gratificante. Era el continuo deseo de una grata sensación… Y lo mejor de todo: sensación eterna. Sin ni siquiera cortes publicitarios (como los que se producen hasta en las mejores películas).
¿Y qué deciros ahora…?
En aquel preciso instante, el habitante número 345 lo
alcanzó. Llegó su éxtasis. Consiguió su más bello propósito existencial.
A partir de ese momento, tras ingerir el ansiado
alimento, desapareció hacia el nirvana eterno. Hacia la sublime cima.
Hacia el summum existencial.
En aquel preciso instante, un niño gritó junto al río:
-
¡Papá…! ¡Papa…! ¡He pescado una tenca…!
-
Enhorabuena, hijo. Ya tenemos la cena…
JUAN MANUEL BERMEJO VIVAS
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