MARTA LÓPEZ CASTAÑO
1º Bachillerato E
WE HAVE ALL THE TIME IN THE WORLD
Louis Amstrong.
Un gramófono negro, regalo de su padre, suena desde la esquina más alejada
de su dormitorio, un disco fino gira sin descanso sobre su eje, emitiendo un
sonido mecánico que se mezcla con la voz quebrada de Lady Day. La sugerente
propuesta de sus palabras carga el ambiente de preguntas y el calor repentino,
provocado por Body and Soul, hace que los pómulos pálidos de una joven
tomen color.
Sentada frente a un
bello tocador flanqueado por bombillas de color cálido, la hija de un médico de
renombre perfila sus labios con un labial nuevo, el color carmín del producto
realza el arco de cupido que forma su labio superior, haciendo que su sonrisa
destaque con un punto de color del resto del rostro. Traza bajo sus ojos
perlados una sombra en negro y, con manos expertas, comienza a retirar los
rulos que dan forma a su cabello oscuro, uno a uno los amontona en el centro de
la mesa. Cepilla los rizos hasta convertirlos en ondas suaves, y deja que el
cabello caiga a ambos lados de su rostro, enmarcando sus rasgos, potenciando
sus pómulos.
Se
levanta con energía, dejándose llevar por la música mientras desata los lazos
de su camisón de crepé rosa, este cae a sus pies y se arruga sobre las baldosas
frías, que reflejan su cuerpo desnudo. Con pasos rápidos entra en el vestidor y
al poco tiempo emerge con un vestido rojo entre los brazos, lo extiende sobre
la cama y desabotona la parte delantera del corpiño y de la falda. Un conjunto
blanco de lencería fina ensalza de forma delicada su busto y repasa el contorno
de sus piernas, no puede evitar admirar su belleza frente al espejo antes de
vestirse, siempre ha sabido que es hermosa.
Camina de nuevo al vestidor y se calza unos zapatos de tacón bajo, esos que
ahora están de moda, otro regalo que su padre le mandó, esta vez, desde una
base militar en el oeste. Los zapatos llegaron en manos de un hombre herido.
La joven sonríe ante el recuerdo, no puede evitar esbozar una sonrisa al pensar en él. Un joven estudiante apenas un par de años mayor que ella, era el alumno predilecto de su padre, disciplinado y humilde, inteligente y carismático. En pocas semanas también se había vuelto uno de sus favoritos.
Detuvo el gramófono, que había empezado a repetir todas las canciones desde el
principio, y se dio un último vistazo. Mientras intentaba convencerse de su
atuendo, decidió que le faltaba algo, el collar de perlas que heredó de su
madre y que sólo lucía en ocasiones especiales. Se colocó la joya sobre las
clavículas, la palidez de las piedras preciosas competía con la de su rostro
empolvado, sonrió de nuevo a su reflejo antes de salir.
Bajó las escaleras
corriendo, paró unos segundos en la sala de estar y gritó al aire que no la
esperasen para la cena, no iba a llegar. Sin aguardar una respuesta que
la detuviera salió, el aire fresco de la tarde le golpeó el rostro y la hizo
sonreír de forma inexplicable, se sentía tan dichosa que nada en ese momento
habría podido robarle la felicidad.
Caminaba recta por las calles casi vacías, frecuentadas por parejas de casados
que solo se reunían cuando paseaban y hombres que volvían a casa del trabajo o
salían para finalizar de forma placentera la jornada.
Tanto
hombres como mujeres se volvían para mirarla, para admirarla. Su belleza era
pura y tan notoria que llamaba la atención en sí misma y el hecho de que
caminase sola a tan extrañas horas era cuanto menos inusual. Una muchacha
bonita debía ir acompañada, y más estando soltera, y más siendo de la familia
que era.
A
pesar del interés incipiente que despertaba su figura envuelta en gasa y
volantes, ella siguió su camino, ajena a las miradas, balanceaba sus caderas al
ritmo del jazz imaginario que se había anclado en su mente, tarareaba la letra
de The nearness of you con una sonrisa bailando en los labios. Él le había
enseñado esa canción.
Una noche lluviosa de
primavera la ayudó a escapar de su casa una vez que Rita, la empleada doméstica
y ama de llaves, cayó en un profundo sueño cerca del hogar, con la labor aún en
las manos y una taza de café especiado en la mesa de centro. Juntos habían
caminado apretados bajo un paraguas verde, entre risas, besos y arrumacos. Él
había prometido sorprenderla, ella quiso dejarse llevar, y aunque vivía
escuchando música desde que llegó aquel gramófono a sus manos, nunca había escuchado
nada como lo que él le mostró.
Aquella noche perdida entre tantas, cuando la lluvia torrencial parecía querer
inundar toda la ciudad, en un bar escondido de una calle prohibida, él le
presentó el jazz y a ella le cambió la vida.
Al final, su promesa fue cumplida, sí que logró sorprenderla.
Esta
noche, ya tan lejos de aquella otra, ve reflejadas las luces de las farolas,
titilantes sobre la superficie ondulada de un estanque, ellas, intentan en vano
imitar la luz de las velas amarillas que los iluminaron a ellos en esa mesa
olvidada. Pobres ingenuas, piensa mientras camina, nunca llegarán siquiera a
imaginar semejante belleza.
Con un suspiro cargado de añoranza deja atrás el
estanque, el parque y las luces, y se adentra en una calle oscura, después de
haber realizado tantas veces el mismo recorrido ya no le teme a las ratas ni a
los gritos. Esa larga avenida acalla con ferocidad la tranquilidad presente en
su barrio, donde todas las casas se presentan alineadas, blancas y pulcras. En
estos momentos, cuando la euforia domina parte de su cuerpo, no sabe si
prefiere el silencio o el bullicio. Estaría dispuesta a arriesgar su calma para
tenerlo.
Al final de la calle gira a la derecha, donde el camino se corta en un
callejón con dos puertas, una a cada lado, enfrentadas, vuelve a girar a la
derecha y traspasa el vano quemado de una puerta desvencijada, que da a un
recibidor lleno de basura y escombros. Camina a través del pasillo posterior,
conteniendo un escalofrío cuando escucha el ritmo que marcan los ratones en la
cocina, si se concentra, puede escuchar como sus pequeños dientes mordisquean
sin cesar un pedazo de pan rancio, prefiere no detenerse demasiado en ese
pensamiento.
Respira para recuperar la compostura, ya sabe lo que le espera, ya ha
venido más veces, en parte le gusta hacerlo. Se siente bien al ser ella la que
va en su busca y no al revés, siente que tiene control sobre la parte de su
vida que más le importa, aunque en ocasiones, añora oír su voz bajó la ventana,
cantándole de forma apresurada y regalándole una última sonrisa antes de que
Rita aparezca y le ahuyente.
Llega al final del pasillo y se sacude el polvo del vestido, está frente a
una puerta cerrada de madera mohosa, el pomo donde se introduce la llave es lo
único que reluce en la casa. Busca entre las mangas abombadas de su vestido la
diminuta llave que abre la puerta y cuando la encuentra no puede evitar ampliar
su sonrisa, lo hace de forma tan desmesurada que por un momento la belleza
queda sustituida por una expresión indescifrable, el frenesí domina sus ojos.
Da dos vueltas con la llave hacia la izquierda y la puerta se abre con un
chirrido suave, un sonido de bienvenida que la envuelve y la hace sentirse como
en casa. Una exhalación de polvo hace que sus pasos no resuenen sobre los
escalones pétreos que bajan al sótano.
Con piernas temblorosas se desliza a través de las escaleras, a ciegas,
tanteando la pared con las manos, buscando las muescas que hizo en el yeso para
poder guiarse. Pronto le falta el aire, pero esto no se debe a la suciedad que
la rodea y a la que está tan poco acostumbrada, sino a la expectación por
volver a verlo. Lo echa de menos, más de lo que ha añorado a cualquier otra
persona. Evoca el roce de sus labios sobre su piel caliente para no sentirse
sola cuando las noches son frías, y se pierde en la suave caricia de sus manos,
la fricción de su cuerpo contra el suyo, la palpable electricidad de sus
miradas.
Sus manos titubean cuando encuentra el interruptor de la única bombilla
funcional, lo enciende rápido, sin darse tiempo a reflexionar más. Entonces, al
verlo allí, todas sus dudas desaparecen. Él la espera paciente, con una sonrisa
estática y los ojos cerrados, como si no quisiera despertar nunca de ese
maravilloso sueño.
La joven camina hasta el gramófono verde oscuro que descansa sobre una
silla, junto a la mesa donde él se encuentra, coloca un disco al azar y poco a
poco la voz de Nat King Cole se alza entre la mugre y rellena el silencio
pesaroso, una voz suave que la hace sentirse esperanzada.
Se dirige a la mesa donde él la espera con Love sonando a su
espalda, levanta la sábana que cubre el cuerpo desnudo de su primer y único
amante, y durante unos instantes se queda maravillada por él, su piel oscura se
extiende aún tersa por sus músculos, su cabello rizado luce limpio y si cierra
los ojos y agarra sus manos puede fingir que su frialdad se debe al tiempo, a
la incansable lluvia que siempre los cobija.
Aparta sus instrumentos médicos de la mesa para poder acostarse junto a él,
un par de bisturíes, tijeras, diferentes tipos de hilos y agujas —todo ello
regalo de su padre—, caen al suelo con un gracioso tintineo, y entonces, ella
se acuesta junto a él. Le acaricia el rostro con delicadeza, recorre su cabello
y enreda sus manos en él, traza el contorno de sus pómulos, su mandíbula, su
nariz, roza sus labios, traga saliva antes de inclinarse para besarlos, un beso
no correspondido.
Pasa una mano sobre su pecho y respira su aroma, un aroma extraño pero no
del todo desagradable, dulzón y agrio, como un caramelo de limón, como un licor
dulce. Apoya el rostro en su pecho y cierra los ojos, sonríe al escuchar el
cambio en el disco, suena I’ve got you under my skin, la canción con la
que él se despidió.
Se acerca a su oído, mientras finas lágrimas recorren sus mejillas
sonrosadas, y susurra:
—Mi amor, ya he vuelto.
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