"La
disciplina de la imaginación", Antonio Muñoz Molina
(publicado
en El País, el 29 de septiembre de 1998)
Con alguna
frecuencia voy a dar conferencias a institutos, y siempre compruebo,
con tanto entusiasmo como melancolía, una doble verdad. Primero, que
en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor:
el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios.
Segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como el contraste
entre el dispendio ilimitado de las ceremonias culturales organizadas
por ayuntamientos, diputaciones y comunidades, y la penuria absoluta
en la que casi siempre se desenvuelven los centros públicos de
enseñanza. Este es un país donde, al tiempo que vienen las mejores
orquestas del mundo, muchos conservatorios se encuentran en
condiciones nigerianas, y donde las Administraciones gastan en
televisiones consagradas a emitir basura comercial e ideológica el
mismo dinero que escatiman en bibliotecas o plazas de profesores.
Aunque lo
parezca, todo lo anterior no es en absoluto ajeno a la literatura,
(...). Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno,
un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la
tribu, si es una materia fósil, apartada de la vida y que solo
interesa a los eruditos universitarios, entonces tienen razón
quienes la desdeñan, quienes la eliminan poco a poco de los planes
de estudio, y también el público que jamás se interesa por ella.
Si la literatura es superflua, si no es útil para vivir y no alude
a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los
escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a
ella, tendremos razón para sentirnos impostores.
Cuando yo
estudiaba sexto de bachillerato, hace casi treinta años, la clase de
literatura consistía en una ceremonia tediosa y macabra. Un profesor
de cara avinagrada subía cansinamente a la tarima con una carpeta
bajo el brazo, tomaba asiento con desgana y nos dictaba una retahíla
de fechas de nacimientos y de muertes, títulos de obras y
características que tenías que conocer al piede la letra si no
querías suspender. Afortunadamente para mí, yo ya era un adicto
irremediable a la literatura: pero la mayoría de mis compañeros la
habrán considerado para siempre ajena y odiosa. (...) la educación
literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y
barata de alejar a los adolescentes de los libros.
A nadie le
interesa aprender cosas inútiles. Solo amaremos los libros si nos
damos cuenta de que son útiles y pertenecen al reino de nuestra
propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar ni para demostrar
que se está al día. Un libro verdadero -también los hay
impostores- es algo tan necesario como una barra de pan o un vaso de
agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura
es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la
razón y de la felicidad.
Un amigo mío
que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino
algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una
consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud
en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo
órgano que se deja de usar. A medida que crecemos y se nos empieza a
adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el
hábito de la imaginación se vuelve incómodo, peligroso e inútil.
No porque sea un proceso natural, sino porque hay una determinada
presión social para que no nos convirtamos en individuos sanos,
felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados
productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. (...)
La tarea del
que se dedica a introducir a los niños y los jóvenes en el reino de
los libros es enseñarles que estos no son monumentos intocables o
residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres
humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden
darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la
desgracia. Decía ortega y Gasset que los grandes escritores nos
plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos
nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos
estábamos a punto de pensar.
La literatura
no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con
que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de
sensaciones, experiencias y de vidas. Gracias a los libros, nuestro
espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de
manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en
las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras
heladas del Polo Norte. Es una ventana y también es un espejo. Es
necesaria, aunque algunos la consideren un lujo. En todo caso, es un
lujo de primera necesidad.
Pero que resulte necesaria no quiere
decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano, que cualquiera
pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde desde hace años la
superstición irresponsable de que el empeño, la tenacidad, la
disciplina y la memoria no sirven para nada, y de que cualquiera
puede hacer cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se
ha convertido en una categoría sagrada. Del aula como lugar de
suplicio se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería,
lo cual es una actitud igual de estéril, aunque mucho más
engañosa, porque tiene la etiqueta de la renovación pedagógica.
Todos sabemos, aunque a veces se nos
olvide, que las cosas que nos salen sin esfuerzo han requerido un
aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la
dificultad nos han templado mientras aprendíamos. Los mayores
logros del arte, la música, la literatura o el deporte tienen en
común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que
corre cien metros en menos de diez segundos ese instante único le
ha costado años de entrenamiento, y ese músico que toca delante de
nosotros sin mirar la partitura, como ese aficionado que se la sabe
de memoria, han pasado horas innumerables consagrados al estudio,
negándose al desaliento y a la facilidad.
Se nos educa —cuando se nos educa,
cosa cada vez menos frecuente— para disciplinarnos en nuestros
deberes, pero no en nuestros placeres y en nuestras mejores
aptitudes. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices. Aprender a
escribir libros es una tarea muy larga, un placer
extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie y al que
se llega después de mucho tiempo de dedicación disciplinada y
entusiasta. Esos genios de la novela que andan a todas horas por los
bares son genios de la botella más que de la literatura. Y aprender
a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un
esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y paciencia, y también
de humildad. Pero ya decía Lezama Lima que sólo lo difícil es
estimulante.
La literatura no está sólo en los
libros, y menos aún en los grandilocuentes actos culturales, en las
conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos
literarios de los periódicos. Está en la habitación cerrada en la
que alguien escribe a altas horas de la noche o en el dormitorio en
el que un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de
unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno
de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es el
aula en donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su
coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los
libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la
conciencia de que el mundo es más grande y más valioso que todo lo
que puede sugerirle la imaginación.
La enseñanza de la literatura sirve
para algo más que para descubrirnos lo que otros han escrito y es
admirable: también sirve para que nosotros mismos aprendamos a
expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana,
la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica.
No la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la
oscuridad y el odio.
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