El artículo del mes de diciembre está a cargo del departamento de Latín, nunca
mejor dicho, ya que ha sido nuestro compañero Sergio Muñoz quien lo ha
escrito.
Su título es "Apología poco Clásica. ¿Quién decía que el latín y el griego estaban muertos?"
Si para los docentes cualquier momento es bueno para
reflexionar sobre aquellas materias que deberían tener más peso en los
currículos educativos, en el momento actual es casi obligado, ya que el
Latín se convierte en asignatura troncal del Bachillerato de Humanidades
y Ciencias Sociales con la ley aprobada el pasado jueves. La lectura
del artículo de Sergio seguro que nos servirá de ayuda.
Gema
Redondo
"¿Para qué sirve el
latín? ¿Y
el griego? La
inmensa mayoría de
los alumnos de
secundaria no
saben apreciar el
sentido de
estudiar de
dónde proviene nuestra forma de
ver y
sentir la
vida. Y
peor que no
saber hacerlo es
no poder intentarlo. El
sistema educativo, empeñado en
ser pragmático, hace lo
mínimo por el
mundo clásico, pero ¿desde cuándo cultivar el
saber no
fue pragmático? En
una sociedad devorada por la
obsesión de
ver quién sube más rápido y
consigue más poder, están desprestigiadas las letras, las mismas que hicieron florecer el
Humanismo, unas letras que son inmortales por el
simple hecho de
ser letras, las mismas que sin ningún motivo lucrativo se
necesitan para la
formación, evolución y
desarrollo de
los miembros de
la sociedad. Esas son las letras que ahora no
interesan, que están “descatalogadas” del gusto educativo.
Sería pedantería empezar una defensa del mundo clásico citando a
aquellos científicos que, como Newton, escribieron sus obras en
latín. El
mundo antiguo no
solo es
gramática y
textos; la
visión de
los clásicos va
mucho más allá de
la escasa importancia que se
les da
ahora. Decir que el
latín y
el griego no
valen para nada, desde una perspectiva económica y
pragmática, es
completamente cierto, pues para nada le
sirve a
un alumno de
4º de
la ESO estudiarse las declinaciones, pero la
importancia de
la asignatura radica en
su trasfondo cultural y,
aún más, en
su trasfondo pedagógico. Estudiar latín tiene dos objetivos: uno, ayudar al
alumno a
desarrollar su
capacidad de
estructurar y
sintetizar la
información, además de
fomentar la
memoria, facultad desdeñada en
el sistema actual; y
dos, estudiar la
cultura clásica porque le
sirve al
alumno para ser crítico y
valorar que todo lo
que nos rodea está impregnado con un
perenne sabor grecorromano.
Pero, aparte de
esto, hay otro aspecto importantísimo que hace que sea necesario estudiar este mundo perdido. La
realidad clásica está viva y
está entre nosotros. La
utilizamos para comunicarnos, al
hacer turismo, en
el teatro y
en el
cine. Por poner un
ejemplo, conocer la
obra de
Sófocles o
Eurípides, además de
comprender que poco hemos cambiado desde el
siglo IV
a.C., sirve para entender que los recursos de
las obras de
teatro y
películas ya
existían en
la Antigüedad. La
trama, la
catarsis, el
uso de
las sensaciones y
sentimientos, como el
miedo, la
ira, el
amor o
la pena, que hace implicarnos y
nos hace reír, llorar, temblar… ya
lo hacían con gran maestría nuestros tragediógrafos.
El conocimiento del pensamiento y
la forma de
vida, en
la que se
forjaron los principios e
ideales que rigen nuestro sistema de
valores, deben ser necesarios e
imprescindibles para nuestros jóvenes, porque fomenta un
espíritu crítico apagado por el
desinterés que sienten hacia todo lo
que les rodea. Una juventud que no
lucha por ninguna injusticia, que no
se manifiesta por nada que les desagrade, es
una juventud destinada al
conformismo. Ese espíritu crítico perdido es
necesario recuperarlo y
puede ser estimulado en
clase de
lengua, matemáticas o
física pero, sobre todo, leyendo obras maestras como Antígona, Persas,
Medea, Troyanas…, desconocidas para la
mayoría pero que reflejan la
visión crítica e
inconformista que nos caracteriza.
El
mundo
clásico
no
está
tan
lejano.
Son fácilmente extrapolables, sin ser anacrónicas, ideas y
nociones del mundo clásico al
actual. De
poco vale explicar en
clase de
matemáticas el
teorema de
Pitágoras si
no se
sabe quién era y
en qué condiciones tan precarias desarrolló sus ideas; de
nada vale explicar en
anatomía el
talón de
Aquiles si
no se
sabe quién era ese tal Aquiles; de
nada vale usar las expresiones “se
ha abierto la
caja de
Pandora” o
“va
a arder Troya” si
se desconoce a
la señorita Pandora o
no se
sabe qué es
Troya. En
psicología podemos estudiar el
complejo de
Edipo o
el de
Electra o
el síndrome de
Diógenes sin saber quiénes eran, pero mejor sería hacerlo si
el alumno pudiera leer algo sobre ellos, comprender sus contextos y
las circunstancias particulares que les hicieron actuar de
esa manera tan cruel y
compasiva al
mismo tiempo. Se
puede usar el
término “narcisista”
sin saber quién era Narciso y
que murió ahogado al
ver su
reflejo en
el agua e
intentar besarse y,
también, se
puede usar la
expresión “el
curso ha
sido una Odisea” sin haber leído la
obra de
Homero, pero en
ambos casos perderíamos nuestro referente clásico. Además, se
puede tener una visión platónica de
la vida, pero darte cuenta un
día de
que algún hacker ha
introducido un
troyano en
tu ordenador que ha
hecho que las fotos que tu
cupido se
hizo en
la plaza de
Neptuno en
Madrid hayan desaparecido tras celebrar con su
compañero de
piso disfrazado de
Homer Simpson el
título de
liga en
la Cibeles.
Llamábamos a
Schumacher el
káiser, sin saber que deriva de
Gayo Julio César, y
nos dicen que estamos en
la Arcadia
si no
conocemos al
cancerbero del Madrid; pero menos conocido es
ese equipo de
Soria… eh…eh… ¡sí! el
Numancia, que también es
famoso por ser el
poblado que más resistió el
ataque romano; o
que Hércules
que, además de
ser otro equipo de
segunda, fue el
héroe panhelénico por excelencia que representaba el
ideal griego y
que la
tradición lo
sitúa como portero del Mediterráneo, pues los antiguos denominaron al
peñón de
Gibraltar, entrada y
salida del mare
nostrum, Las Columnas de Hércules,
que son emblemas que forman parte de
nuestra bandera nacional y
que hasta aquel momento junto con Finisterre fueron los límites occidentales de
la tierra conocida.
Por otro lado, siguiendo con los pies en
la tierra, grandes similitudes tienen nuestros entretenimientos con los antiguos. Así, nuestro domingo futbolero no
se aleja demasiado de
la jornada en
el circo,
donde cada uno, según su
capacidad económica y
status social, veía las carreras desde una cavea u
otra más o
menos alejada de
la arena o
del césped, según la
época, apostando (como nosotros en
la quiniela) al
auriga ganador; o
también guardan semejanzas el
anfiteatro romano con las plazas de
toros, donde el
espectador podía decidir si
la bestia, antes un
hombre, ahora un
toro, se
merecía morir o
no. Tampoco es
muy lejano el
teatro griego a
las actuales óperas, donde la
música envolvía a
un coro
de voces tras las intervenciones de
los enmascarados actores.
Pero si
saltamos fuera de
la tierra, los planetas del Sistema Solar, al
igual que los meses y
los días de
la semana, tienen nombre de
divinidades romanas, que poseen su
correlato en
el mundo griego, porque no
es lo
mismo decir Júpiter que Zeus, Marte
que Ares,
Venus que Afrodita… aunque nos refiramos a
la misma identidad olímpica. Pero la
visión de
las estrellas, donde astrología y
astronomía iban cogidas de
la mano, fascina igual que antes y
saber que el
zodiaco interesaba igual que ahora, zodiacos cuyos nombres se
identifican con algún episodio mitológico grecorromano concreto, es
admitir que las preocupaciones de
la vida no
han evolucionado mucho.
Y volviendo a
la tierra, ponemos a
nuestros hijos los nombres de
Héctor, Helena,
Irene, César
o Penélope
que tienen un
peso titánico
en la
historia clásica, pero siempre se
nos presenta la
manzana de la discordia cuando dudamos si
su educación debe ser espartana o
ateniense.
Y es
en esta tierra donde habrá gustos que nunca cambiarán como la
dieta mediterránea, estudiada en
la actualidad, pero que ya
la llevaban a
cabo los griegos antiguos, siendo los frutos secos, el
aceite de
oliva, el
pescado y
la fruta los elementos básicos de
su dieta – pues no
debemos olvidar que alimentos esenciales en
nuestra cocina como la
patata o
el tomate no
los conocían –.
Tampoco ha
cambiado el
culto al
cuerpo que ya
se practicaba en
los gimnasios
del siglo IV
a.C. y
la satisfacción por el
buen vino
que ya
se tenía en
Roma con el
cultivo del Falerno. Vivimos en
una sociedad donde, como hemos dicho ya, poco hemos cambiado.
Es innegable el
interés que podría tener el
conocer un
poco la
lengua griega y
latina en
estudios como medicina, veterinaria,
biología o
botánica, de
corte puro científico, ya
que la
nomenclatura técnica o
provienen del griego o
del latín o
simplemente son términos latinos como sucede con los nombres de
los animales y
plantas. Es
innegable la
importancia de
conocer un
poco de
mitología para cualquiera que vaya al
Museo del Prado y
vea, por ejemplo, el
momento oportuno en
el que Apolo está comunicando a
Vulcano que su
esposa, Venus,
le es
infiel con Marte. Es
innegable la
tradición deportiva del fair
play que hemos heredado de
los primeros deportistas olímpicos, que dejaban sus disputas cada cuatro años para desarrollar sus disciplinas deportivas con el
objetivo de
ser reconocidos por los miembros de
su sociedad, y
donde se
entregaba a
los ganadores una rama
de olivo, sinónimo de
paz, en
forma de
corona, la
misma que ahora rodea el
escudo de
la bandera de
la ONU.
Es innegable el
interés cultural de
las ruinas halladas en
los diferentes puntos de
la geografía mediterránea que hacen revivir a
sus visitantes momentos pasados gloriosos y
ver los primeros grafiti de
la historia que ensuciaban, como ahora, las paredes de
la bien conservada Pompeya;
y es
fantástico apreciar la
Acrópolis ateniense en
la actualidad y
pensar cómo sería esa piedra policromada, pero cambiaríamos de
opinión si
supiéramos que fue construida con dinero robado, ¡vamos...! ¡una obra de
corrupción que bien pudo estar fraguada en
Marbella!
En definitiva, es
innegable que el
mundo clásico está vivo, porque formamos parte de
él – sin quererlo – en
el pensamiento, en
el deporte, en
el arte, en
la medicina, en
la botánica… en
la vida diaria. Parece lejano ese mundo pero no
lo está, porque ya
lo hemos dicho: ¡no hemos cambiado tanto! Vivir obviando eso es
cortar las alas al
pensamiento y
a la
libertad. Querer negar la
historia pasada – ya
no digo la
presente – es intentar ocultar la
realidad que nos ha
hecho ser como somos.
El estudiar latín y
griego no
sólo es
estudiar una lengua, es
mucho más que eso: es
mirar al
pasado para comprender el
presente, es
saber de
dónde vienen los principios morales que rigen la
conducta actual. No
querer saber esto es
mirar al
horizonte sin saber cuál es
el destino. No
se debe negar o
simplemente dejar al
azar o
al gusto personal la
elección de
unas asignaturas importantes para la
formación de
los jóvenes. Como nadie duda de
la importancia de
las matemáticas, ciencias o
lenguas modernas, aunque haya catedráticos de
matemáticas que opinen que el
latín no
ayuda a
alcanzar las competencias básicas, tampoco se
debería dudar de
la importancia de
las asignaturas de
latín y
griego, que son las asignaturas trasversales más importantes.
Y acabo como he
empezado, ¿quién decía que el
latín y
el griego estaban muertos?"
Sergio Muñoz
Bibliografía:
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