Volvemos al blog de nuestra Biblioteca con este artículo de Rosa Montero que nos recuerda algo básico y elemental, pero que frecuentemente olvidamos: que allí donde veamos la desgracia seguro que, si aguzamos la mirada, podemos ver también algo de gracia. Lo digo, claro está, por esta vuelta al trabajo, por este septiembre, por este comienzo del otoño, por los horarios... ¡Venga, veámosle a todo esto su parte de gracia!
La desgracia
y la gracia
Ya estamos otra vez aquí, en la vida real, en el
comienzo del nuevo curso (el colegio nos dejó rutinas imborrables) y en el
final de ese paréntesis de libertad y anomalía que son las vacaciones, un
tiempo de gracia o quizá de desgracia, porque nada en la vida puede ser tenido
por seguro. Hace bastantes años escribí un cuento titulado Retrato de
familia que trata de un matrimonio maduro que está en una abarrotada playa
en el mes de agosto. De repente, él se empieza a sentir mal. Es un infarto y es
probable que muera, así, de esta manera tan incongruente y tan ridícula, en
traje de baño, con los pelos de la barriga al aire, tumbado sobre una toalla
barata de lunares, rodeado de curiosos semidesnudos, oliendo a sal y a crema
solar, escuchando el griterío de los niños y el batir de las olas, cegado por
el cabrilleo de las aguas. Uno no se puede morir así, de vacaciones. Uno no
debería morirse nunca, pero bajo el sol y en una playa es aberrante, hay
demasiada alegría y demasiada luz para que triunfen las sombras. Sin embargo,
la desgracia siempre sigue su marcha, indiferente. No hay felicidad que la
detenga.
Leo, por ejemplo, que del 1 de enero al 15 de
julio de 2018 han muerto ahogadas
en España 159 personas (un tercio menos que el año pasado, por
fortuna). Me acongoja imaginar esos 159 días que comenzaron dichosos, el
proyecto festivo de ir a la playa, a la piscina, al río. Se preguntarán por qué
estoy escribiendo este artículo tan raro, tan morboso. Pues porque hace una
semana mi perra pequeña, una atleta saltarina y joven, fue atropellada por un
coche. Tiene vértebras rotas, la han operado y metido ocho clavos, todos
creímos que se quedaría paralizada. Era una mañana feliz y la desgracia asomó
su hocico amarillo. Y no puedes dejar de pensar con estupor en el instante
anterior. Ah, si la hubiera llevado de la correa… O bien, en otras situaciones
todavía más graves que todos hemos vivido: si no hubiera cogido ese tren, si no
hubiera conducido tan cansado, si no hubiera ido a esa fiesta… El instante de
antes es de una belleza aterradora, es el tiempo perfecto de la dicha perdida.
Aunque, reconozcámoslo: cuando lo teníamos todo, no éramos conscientes de
tenerlo. Sólo al perder algo lo valoramos bien, sólo al quebrarse brilla, así
de necios somos.
Algunos dicen que la desgracia enseña; yo
personalmente prefiero otros maestros, pero además es que dudo muchísimo de
esas enseñanzas. Son mudables, volátiles. Cuántas veces he visto en otros y en
mí misma, a raíz de un mordisco de la desgracia, actos de contrición,
propósitos de enmienda, estallidos de una sabiduría deslumbrante. Esta pérdida,
nos decimos, me ha enseñado a valorar el presente y la dulzura de todo lo que
poseo. Pues no: son palabras de humo que el viento desbarata. Al poco tiempo
volvemos a ser igual de descuidados e insensatos. Me reafirmo: la desgracia no
enseña. Pero atención, tranquilos: lo que enseña es la gracia. En esta crítica
semana de congoja, metida en un hospital veterinario fuera de España, me he
sentido bendecida por la gracia mayor, por la generosidad de tanta gente, por
la maravilla de los amigos. Personas que se ofrecen a cogerse un avión y venir
a ayudarme, hombres y mujeres que me cuentan historias sanadoras y
consoladoras, que me dan su aliento, que se postulan para cuidar a la perra o
para llevarla a la fisioterapia. Es el milagro sin fin de la buena gente.
Y también, y este es el mayor prodigio, la
constatación de la fuerza misma de la vida. Para pasmo de todos, esta perra mía
cabezota y tenaz está caminando contra todo pronóstico. Pero hay un aprendizaje
aún más importante: en estos días me han contado multitud de casos de animales
accidentados, cojos y tuertos, que han seguido viviendo tan felices. Los he visto
en vídeos saltando tan alegres con tres patas, libres de la podrida
frustración, del peso de la pérdida que nos reconcome a los humanos. Esa es la
verdadera gracia, saber vivir con lo que uno es y lo que uno tiene. Tenemos
tanto que aprender de los otros animales. Ni pena ni miedo, como dice el poeta
Raúl Zurita.
Rosa Montero, El País Semanal, 2 de septiembre de 2018
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