De izquierda a derecha, detrás, Maite, María José y Paco.
Delante, Mari Luz, César, Juan y Coro
Estos que están aquí, páginas
de papel, y de agua y de aire que llena los pulmones, son nuestros libros,
porque los hemos robado a la historia, porque se hicieron nuestros el día que
entraron en nuestras casas, como fragmentos de libros de textos que una
profesora nos leyó primero, después en su forma de ahora, con nuestras voces
juveniles que querían que las palabras fueran sólo nuestras y de nadie más.
Aunque hablábamos de ellos en los bares, en las mesas de los futbolines, en las
gradas de las escaleras de una catedral.
Luego
fueron todos los libros, cuando nos hicimos profesores, para entregarlos a los
jóvenes que queríamos que fueran airados, para dárselos a las muchachas que
buscaban en el mundo poder contar, melenas al viento, lo que les pasaba por
dentro cuando todo callaba. Son nuestros y los entregamos dejando de lado los
participios de presente y los subjuntivos, y el género de algunos sustantivos.
Y así, nuestras clases se han llenado de la figura de don Quijote (¿o era de
Cervantes?) huir sin saber a dónde, y en ese viaje hemos aprendido qué es la
libertad y la imaginación y la derrota, y la falta de fuerzas y la justicia y
la edad dorada.
Y hemos sabido que el hidalgo Alonso Quijano, o Quesada o
Quijada, juega a ser don Quijote, y que en Dulcinea se hacen verdaderos los
imposibles quiméricos atributos que dan los poetas a sus amadas. También hemos
estado junto a Lázaro de Tormes callando ese que si sí y que si no que dicen
por toda la ciudad de Toledo, y hemos sabido de la falsa honra, y de la
apariencia, y del miedo, y lo hemos escondido todo, porque tenemos tanto miedo,
sobre un lecho de pajas, emparedado, en Barcarrota. Y para acallar el silencio
desde la niñez tenemos la música del romancero en nuestras bocas y nuestros
oídos. Y sabemos del dulce finar del Conde Niño y de la tristeza de amor (un juego cruel), y de la rabia por la
pérdida de Alhama: era una flor nueva de romances viejos que nos pusimos en la
solapa, una tarde de viernes. Y ahora, mucho, mucho después, una reina nos ha
mandado renovar el dolor y hemos tenido que volver a contar la historia de
Eneas con nuestros labios abiertos, con nuestras voces silenciosas, mientras
nuestros cuerpos se convertían en horribles escarabajos ante los ojos de todos,
los nuestros los primeros. Hemos sentido con Celestina, porque nosotros éramos
jóvenes, muy jóvenes, que la vejez era choza sin rama que se llueve por cada parte y
cayado de mimbre que con poca carga se doblega. Pisamos las calles de nueva
York al lado de monos que golpeaban sus traseros con cucharas contra la
podredumbre de una ciudad (Oh Harlem, oh Harlem) que nos hablaba de un mundo de
música y dolor. Y había un pozo, lo recordamos muy bien. Entre aquellos libros
vimos a un maestro, alférez provisional, que entraba en la escuela sobre un
caballo, como un santiago, y ponernos al
final de la clase y llamarnos
Alburquerque; y allí en las páginas, hoy tan amarillentas de aquella edición, encontramos el dolorido sentir de dos pastores, Salicio y
Nemoroso juntamente, y el sol que relumbra en vano junto al Tajo, allí lejos,
en un río que nunca habíamos visto, y por eso lo hicimos nuestro y luego suyo. En
aquellos libros estuvimos en un palacio de cartón y lata, y dormimos con una
servidora de la noche, maga de nuestra tristeza dolorida, que halló el secreto
de la eterna juventud en mil catres distintos.
Y mientras en aquella ciudad se dormía la siesta, o se descubría el
hielo, Pedro Crespo hacía suya la justicia del rey, porque es villano y
honrado, e Isabel bella y humillada.
Y al acabarse
todo, en la puerta de ese quinto cielo que tenemos frente a nuestras narices,
hemos visto morir a Max Estrella, aquel poeta de odas y madrigales, ciego,
hiperbólico, humorista, lunático, y altanero.
Y muere para que nosotros sigamos viviendo, libro tras libro, y vivir
como quiso Sancho, que la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es
dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben
que las de la melancolía. Viva leer.
¡¡¡Vaya pedazo de equipo!!! ¡Y cuando os ponéis estupendos ya si que no hay palabras!
ResponderEliminarPreciosa reseña de vuestra selección. Dan ganas de que la literatura vampirice el tiempo y el seso.
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